La nostalgia, el coraje y el amor se reflejan en su cansado rostro. Llegó a Torrecaballeros, un pequeño pueblo de la provincia de Segovia, en los años 70. Por aquel entonces, el municipio, apenas consistía en varias casas repartidas a lo largo de la carretera y varios grupos de casitas: unas concentradas en torno a la iglesia y otras repartidas entre los barrios de Cabanillas, el Caserío y La Aldehuela.

 

Venía de los pueblos rojos: de humildes y encantadoras casitas de adobe, flanqueadas de viejos robles y alguna que otra parra, de caminos de piedras y de inmensa pobreza.

 

A pesar de ser campesina, y de vivir en el campo cuidando de su madre y de las pocas ovejas de su rebaño, tenía la tez tersa y blanquecina, un precioso cabello rubio y unos vivaces e inocentes ojos azules. Se llama Rosario, aunque quienes la queremos preferimos llamarle “La Rosi”.

 

A “La Rosi” le gusta recordar, en su mente aún habitan recuerdos de otras épocas. Es una mujer que ha aprendido a escuchar, pero también se siente inmensamente feliz cuando alguien la escucha. Habla con suavidad y, a la vez, con cierta timidez. No tiene miedo de entretenerse en explicar con detalle cómo ha sido su vida. Le gusta recrearse en las descripciones de un lugar, de una persona, o de un instante. Lo hace sobre todo en las conversaciones con Emma, su única nieta, que la escucha boquiabierta, sorprendida de lo diferente y dura que ha sido su vida.

 

En las tardes de invierno, cuando el trabajo de cuidar de sus vacas se lo permite, a “La Rosi” le encanta sentarse junto a ella, a contarle sus vivencias, a dejar en sus oídos las semillas de sus pocos recuerdos felices. Y a mí, en secreto, me enloquece espiar esos mágicos momentos.

 

Recuerdo aquella tarde de noviembre en que le contaba aquellos tiempos de cuando se casó y dejó su pueblo para venirse a Torrecaballeros. El lugar donde había decidido quedarse para siempre: el rincón del mundo donde creía que iba a ser feliz. Y cómo llegó tan alegre, a donde hoy siente su hogar, en La Serrana, aquel coche de línea que conducía desde Ayllón el furioso Juanito y que tenía su parada en el bar El Burgos. Y cómo llovía aquel día…. una lluvia que no duró mucho, pero que caía con la intensidad de los pensamientos que se van repitiendo como una obsesión. O aquella otra tarde de enero en la que le contaba cómo hizo sus primeras amigas: Candelas, Vito, Chari, Mariana, Carmen “la panadera” y tantas otras…

 

Aquellas apasionantes charlas con Victoriano, el eficiente cartero, con Donato y su mujer,  con Víctor, el abuelo de Berta, con Severiano, o con D. Anastasio, el cura. Incluso, cómo llegaba el primer sueldo a su casa trabajando en “el gallinero” gracias a Cándida y a Silverio quien, años más tarde, fuera alcalde e hiciera lo imposible para la construcción del pantano que hoy abastece de agua al pueblo, aunque él no lo viera terminar. Y hace especial hincapié en hablarle a su nieta de aquel día de principios de los años 90, en el que, entre todos los vecinos, unidos, cortaron la carretera nacional N110 para exigir su construcción.

 

Otras tardes “La Rosi” hace reir a Emma con las travesuras que se hacían en sus años mozos y le narra cómo los más chiquillos jugaban al escondite, pescaban renacuajos, se zambullían en las caceras, se marchaban sin permiso a coger piñas al pinar y cortezas para hacer barquitos con los que después jugaban en el pilón, escalaban las tapias de los corrales para coger manzanas, hacían volar a las gallinas, escondían las tizas en las clases de D. Teófilo o Dª. Maricarmen, los maestros, o iban a coger chicles a la tienda de la cariñosa Pilar. Y lo gracioso que era cuando los más grandes, los chavales, ya casi mozos, llamaba a la tienda en verano pasadas las 00:00 h. y “el Iñaki”, asomándose al balcón, gritaba: “¿Quién anda ahí?” y pasado un rato, contundente, contestaba: “¡Pues ahora baja La Pilar!”.

 

Qué poca gracia le hacía aquel entonces a “La Rosi”, pero ahora sonríe, de forma pícara al recordárselo a Emma, cómo los mozos en edad de merecer subían al campanario de la iglesia por el tejado y, de madrugada, tocaban a fuego, haciendo salir de sus casas, corriendo y muy asustados, a todos los vecinos para luego ser solo una broma.

 

A Emma le encanta escuchar y saborear cada una de esas travesuras. Recuerdo que se rió a carcajadas una tarde de febrero en la que su abuela le narró cómo un nieto de La Consolación se quedó pegado con la lengua en el congelador, no se sabe cuánto tiempo. Como dijo, D. Millán, el médico: “Le pasó porque tenía mucho calor y pocas luces”.

Y se enfada, sí, Emma también se enfada, cuando se entera de que había niños que, por travesuras inocentes, sin saber lo que hacían, dedicaban su tiempo a quitar logotipos de los coches que aparcaban cerca de El Rancho para meterlos en una bolsa, y no asimila que ahí, en esa placita, al lado de El Mesón, donde paraban y se cogían los autobuses a Madrid, pudiera haber habido un frontón en el que pasaron sus tíos muchas tardes de verano jugando.

 

Mientras le cuenta estas vivencias, Emma, al calor del brasero y tapada con las faldas de la vieja camilla, merienda un rico bocadillo de chorizo comprado en Casa Patas.

 

También hay tardes en que “La Rosi” le habla a su nieta de cosas cotidianas que hoy en día han quedado obsoletas, o que permanecen en el olvido o que simplemente hoy en día parecen inimaginables, como cuando llamaban por teléfono desde la centralita de la casa de Mariana, o le describe cómo pasaban las vacas de su abuelo Antonio por la plaza del Moral dejando una hilera de moñigas que se unían a las que ya había de las vacas de otros ganaderos como las de Mariano, Julio, Santiago o Jesús.

 

Con especial cariño y con una entrañable sonrisa en su rostro, “La Rosi” le habla de tardes de verano en las que cosía al sol, en la calle, junto a las mujeres del pueblo o aquellas ansiadas y divertidas tardes de finales de agosto en que preparaba, junto a Fausta, Benigna, Josefina, la entrañable Juanita y los niños de La Aldehuela, los “tirichiris”, los muñecos que, a rebosar de petardos, se quemarían el viernes, después de la sardinada, en las fiestas del pueblo y que, a día de hoy, es una tradición que se sigue manteniendo a finales de agosto.

 

A veces es la nieta quien le pide a la abuela que le hable de personas que ya no están pero que ha oído hablar de ellas porque fueron muy queridas por los vecinos. En esos momentos, “La Rosi”, le habla del entrañable Anselmo, de cómo jugaba a las cartas con las mujeres y les hacía trampas para ganarles unas pesetillas. O Jacinto, el vecino con más profesiones del pueblo: peluquero, zapatero, campanero e incluso músico de la orquesta Montesol.

 

Hace unos días, en una apacible y hermosa mañana de este mes de agosto, haciendo limpieza del sobrao y ayudando a engalanar la casa para las fiestas, encontré, sobre un viejo papel, este poema que años atrás “La Rosi” escribió sentada en el campo, mientras cuidaba de sus vacas, sobre su querida fuente:

Manantial de La Aldehuela,
humilde fuente que manas,
(cuánto te puedo querer…)
Jamás podré olvidarte
porque ayudas a saciar
la sed de nuestra cabaña.

 

Siempre he sabido, desde muy niña, que algún día volvería a esas calles, que volvería a Torrecaballeros para contar la historia de esta mujer que, a pesar de su avanzada edad, está llena de fuerza, porque su vida merece ser contada. Que no solo quede en mis recuerdos o en los recuerdos de aquellas tardes habitando en la memoria de su nieta. Por ello comparto contigo este humilde relato, basado en sus recuerdos, para que conozcas y compartas las vivencias de una abuela, de una madre más de ese acogedor pueblo, de MI MADRE.